El decir público

“Solo di palabras dulces. No vaya a ser que te las tengas que tragar”, la sabiduría del refranero español que me protegió en mi vida pública para no agredir sin dejar de decir. Mis tiempos legislativos coincidieron con el reinado de los Kirchner, de los que fui adversaria, pero recibí trato de enemigo. Como periodista adopté otro consejo, el del maestro de periodistas, el colombiano Javier Darío Restrepo, quien en un seminario sobre ética, nos advirtió: “Hablemos de los males, no de los malos”. Al final nada mide mejor la evolución de una sociedad que sabe de qué se ocupa, si de las cosas, las personas o las ideas. Sin embargo, ese aprendizaje saltó por los aires en estos tiempos en los que las palabras, por agrias, indigestan, cancelan el diálogo en la política, y los periodistas, convertidos en correveidiles de los decires veloces de las redes sociales, quedamos atrapados sin tiempo ni distancia para ocuparnos en la profundidad del verdadero mal, la degradación del sistema que nos da fundamentos, la democracia.

Años de disonancia, agravios y mentiras han distorsionado el debate público, el que se escucha en las tribunas y en las tertulias. Amplificada por el permiso a insultar y mentir anónimamente en las redes lo que lleva a la confusión de interpretar los agravios como información. Hemos pasado de la Historia grande a las anécdotas, del sustantivo al adjetivo. Como de palabras se trata, antes del reciente episodio verbal entre el Ministro de Transporte de España, Óscar Puente y el presidente argentino Javier Milei y frente a los escándalos nuestros de cada día, a un lado y el otro del Atlántico, se utilizan expresiones a modo de descalificaciones: “Los españoles se están ‘peronizando’”, dicen los que por aquí le perdieron el miedo al patrullaje ideológico del peronismo, o “nos estamos latinoamericanizando”, como antes se dijo en España “tercermundismo”, o “sudacas”. Odiosas expresiones utilizadas como metáforas para simplificar los fenómenos desconcertantes que nos increpan para su comprensión.

Desconcierto, esa sí, la palabra más repetida. Tan alejada de su contracara, concierto, una bella metáfora democrática: instrumentos tan diferentes como los oboes, las violas o los clarinetes a los que unidos, directores talentosos consiguen la mejor armonía. De eso se trata, dirigentes de la democracia que saquen de nosotros la mejor cultura cívica y no que por hartazgo se busque al grito más alto.

Sin conocer ese período de prepotencia, corrupción y polarización, la inmensa brecha que se abrió debajo de nuestro democrático, mal se entiende el caminar surgimiento de Javier Milei.

Como navego a dos aguas desde que mi exilio español me ofreció el ejercicio del mejor periodismo en libertad puedo reconocer que lo mismo no es idéntico. Si se trata efectivamente de comprender lo que sucede tanto en Argentina como en España, la comparación más eficaz es con nosotros mismos, con nuestra historia, nuestros pasados trágicos, nuestras vergüenzas y nuestros dolores. Recordar, sí, los elementos de la Historia, la propia y la ajena, sin caer en la tentación de utilizar las ajenas para explicar las propias.

Es cierto que años de peronismo amasaron un “Humus peronistus”, una cultura política de poder personalista que descree de la división de poderes de la República, maneja al Congreso a control remoto del Ejecutivo y busca domesticar a la justicia como a la prensa. A la luz de las catastróficas cifras económicas, una de las inflaciones más altas del planeta, la mitad de los argentinos debajo de la línea de pobreza. Con esos resultados no puede eludir su responsabilidad de haber gobernado tres décadas del retorno a la democracia. Un fracaso estrepitoso que explica por qué aquellos “pibes de la liberación” de Cristina Kirchner, adoctrinados para la revolución inconclusa de los setenta, hayan traído a los hoy, igualmente jóvenes “libertarios del mercado” de Javier Milei. Sin conocer ese período de prepotencia, corrupción y polarización, la inmensa brecha que se abrió debajo de nuestro democrático, mal se entiende el caminar surgimiento de Javier Milei. No para justificarlo sino para entender el hartazgo que generan los chantajes emocionales, el victimismo, la crispación y una sociedad dividida entre los buenos y los otros, entre los progresos y las fachas, descalificaciones que banalizan las tragedias del siglo XX cuya sola mención desnuda la ignorancia sobre lo que realmente sucedió con el nazismo y el estalinismo.

La ignorancia mayor es desconocer el triunfo de la democracia liberal sobre la tragedia pasada que le dio a Europa el mayor período de prosperidad económica y desarrollo. Los argentinos admiramos y ambicionamos el desarrollo de España, a donde han emigrado nuestros hijos para buscar fuera de lo que Argentina les niega. En un país fuertemente corporativo, seguimos reclamando por pactos políticos, a la española, los Pactos de la Moncloa, ese triunfo de la democracia sobre el autoritarismo. De modo que tenemos una gran oportunidad para pensar en nuestros países más allá de las simplificaciones y las agresiones verbales, sin caer en la tentación de las comparaciones para poner los ojos en lo que podemos aprender del otro.

Confiar que en términos económicos podremos salir de la pobreza y el atraso como lo hizo España, y en España, observar con atención qué se obtiene cuando las sociedades se hartan de la corrupción, desprecian a sus dirigentes, se desafectan de la política y creen que es información lo que circula como mentira por las redes. La democracia es el sistema de la palabra. Argumentar es un arte que se aprende cuando se garantiza la libertad de expresión, sin persecución de la opinión, la democracia. Con una limitación de oro, no incitar a la violencia ni al odio. La responsabilidad inherente al privilegio de vivir en libertad. Los ciudadanos necesitamos razones y esperanzas. Sin insultos, ni mentiras.

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